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Cuando mis investigaciones sobre La Cristiada me llevaron a viajar por el occidente de la República en busca de eventuales raíces de inconformidad o de protesta populares, me encontre casualmente con el personaje de Manuel Lozada. Digo casualmente porque mi ignorancia era grande. Y fue entonces cuando leí, a fines de 1967, si mal no recuerdo, que: Hay allá, muy en el intenor de la Republica Mexicana, al extremo occidental del estado de Jalisco, una extensa comarca, sobre cuya faz y cuya historia han impreso un profundo sello de originalidad las lozanías y excrecencias de una naturaleza agreste y volcánica, y las terribles resistencias indígenas operadas primero contra la civilización española y después contra el progreso liberal. Esa región se llama Nayarit y también Alica, nombres que toma de las montañas que erizan su seno, y de la mesa que le forma, con sus bosques de árboles frutales, una corona de etemo follaje y verdura. Al pie de la sierra corre el río tan bronco éste que el nadador audaz, como ruda aquélla para la planta del viajero... Se diría un castillo de rocas bordeado por un puente de siempre alzado rastrillo. Se necesita todo el arte práctico de los indios de aquel rumbo para pasar el rio a caballo, obligando el animal, por medio de palmadas en la boca y en el cuello [operación que se llama cacheteo], a avanzar en línea oblicua, sin dejarse arrastrar por la corriente impetuosa, según palabras escritas por Salvador Quevedo y Zubieta en 1883. En 1968 Jean-Marie Le Clézio me llevó a la sierra. Entramos por Valparaíso, Huejuquilla y Tenzompan, cruzamos el río a caballo y pasamos la Semana Santa en Santa Catarina. Regresé deslumbrado por el paisaje y por la gente que se identifica con ese paisaje. “El Alica era, pues, una especie de Vendée indiana, tanto más terrible que la de los chouanes, cuanto más áspero es aquel riñón de la sierra que las colinas y espesuras de la Bretaña”, escribía don Salvador y, llegando a Manuel Lozada, no dudaba en apuntar: Pero no bien había concluido la primera mitad del presente siglo (xix), cuando las tierras del Nayarit empezaron a experimentar un sacudimiento más desastroso que el que les produce la explosion de sus volcanes: el drama sangriento se hizo allí donde sólo reinaba la bucólica de un pueblo sencillo dado a las faenas del campo, se vio al indio laborioso trocar la esteva de su arado por el arma de la rapiña y de la matanza, y se vio al indómito montanés de los tiempos de la conquista convertir aquellos sus antiguos baluartes de la Sierra Madre en sacrificaderos inmensos, donde sirviendo a la invasion y al poder reaccionario, hicieron morir a más de 50 000 mexicanos, soldados todos ellos de la libertad y de la independencia de su patria [...] leyenda muy nueva, pero de colores antiguos, con algo de la guerra de Yughurta y de los movimientos asoladores de Gengis Khan, en la cual el fogozazo de la fusilería, la luminaria del campamento al borde de la cañada y el resplandor de las cabañas y los trigales incendiados proyectan su luz sobre una figura de terror reclamada mucho tiempo y ganada al fin por el patíbulo, y en que los gritos del soldado republicano, los alaridos del indio rebelde y los ayes de un pueblo consumido por una guerra de veinte años, resuenan a porfía como para formar las sílabas de un hombre temido: lozada. Desde aquel enfonces la figura de Manuel Lozada no ha dejado de acompañarme. En 1969 publiqué un artículo en Historia Mexicana. Luego le dediqué un capítulo de mi antología Problemas agrarios y movimientos campesinos 1821-1910 (México, Sep Setentas, 1974). En 1984 recopilé varios artículos con textos inéditos que aparecieron en Esperando a Lozada (Colegio de Michoacán, 1984, reeditado en 1989 en Guadalajara por Hexágono).
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