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La vida espiritual no podría por sí misma excluir un campo humanamente tan fundamental como el de la sexualidad; el sexo es un aspecto del hombre. Tradicionalmente, el Occidente está marcado por la teología de inspiración agustiniana, que explica el matrimonio en un sesgo más o menos utilitarista, omitiendo su realidad intrínseca: según esta perspectiva —haciendo abstracción de todo eufemismo apologético—, la unión sexual es en sí pecado; por consiguiente, el niño nace en el pecado, pero la Iglesia compensa, o más bien sobrecompensa, este mal con un bien más grande: el bautismo, la fe, la vida sacramental. En cambio, según la perspectiva primordial, que se funda sobre la naturaleza intrínseca de los datos en presencia, el acto sexual es un sacramento “naturalmente sobrenatural”: el éxtasis sexual coincide, en el hombre primordial, con el éxtasis espiritual; comunica al hombre una experiencia de unión mística, un “recuerdo” del amor divino del que el amor humano es un lejano reflejo; reflejo ambiguo, ciertamente, puesto que a la vez es imagen adecuada e imagen invertida. Es en esta ambigüedad donde reside todo el problema: la perspectiva primitiva, “pagana”, greco-hindú —y de facto esotérica en el marco cristiano— se funda sobre la adecuación de la imagen, porque un árbol reflejado en el agua sigue siendo un árbol y no otra cosa; la perspectiva cristiana, penitencial, ascética y de hecho exotérica se funda por el contrario sobre la inversión de la imagen: puesto que un árbol tiene la copa arriba y no abajo, el reflejo no es pues ya el árbol. Pero he aquí la gran desigualdad entre los dos puntos de vista: el esoterismo admite la razón relativa y condicional de la perspectiva penitencial, pero ésta no puede admitir la legitimidad de la perspectiva “natural”, primordial y participativa; y es exactamente por ello por lo que ésta no puede ser más que “esotérica” en un contexto de estilo agustiniano, mientras que en sí misma puede, sin embargo, integrarse en un exoterismo, como lo prueba el Islam, por ejemplo.
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